La libertad de la que hacen gala últimamente nuestros dirigentes respecto de la educación no tiene valor en sí misma porque de la libertad, como concepto, pocos se fían ya. Es una idea demasiado desgastada. Unos la usan porque no han superado el nacionalcatolicismo y otros, porque no confían en la responsabilidad de los ciudadanos, y piden mayor intervención. Pero la mayoría de las familias han optado por convencerse de que más allá de razonamientos y posicionamientos jurídicos, la libertad lucirá únicamente por lo que con ella se consiga.

Hay familias, -muchas-, que gustosamente hacen el esfuerzo de coger el coche todos los días y atravesar media ciudad para que así sus hijos reciban el tipo de enseñanza que ellos creen como la mejor. Damos por sentado que no existe la educación neutra. Entonces, se puede ejercer la libertad de enseñanza, es decir, se puede elegir un centro por su ideario, por la sintonía con las creencias de los padres; por el modelo educativo que ofrece el colegio y el proyecto de futuro que defiende. El ideario posibilita esa libertad de elección para todos los ciudadanos, y es algo que ninguna familia va estar dispuesta a perder, pues los padres tienen el derecho original a la educación de los hijos.

Mientras tanto, no deja de escucharse un runrún que asegura que el nuevo Ejecutivo quiere marcar distancias con respecto a la etapa anterior. Todo se desprende del comentario de la ministra en funciones, Isabel Celaá en el Congreso de Escuelas Católicas hace unas semanas: “De ninguna manera se puede decir que el derecho de los padres a elegir centro pueda ser parte de la libertad de enseñanza. Elegir centro forma parte de derechos de los padres en las condiciones legales, pero no son emanación del artículo 27 de la Constitución”, dijo la dirigente en su discurso. Las reacciones de distintas instituciones con implicaciones en materia educativa, y también las que se dieron en el resto de partidos políticos no se hicieron esperar.

‘Guerra declarada a la educación concertada’, llegaron a titular en portadas de periódicos españoles. Los días que siguieron no fueron mucho mejores. Se comenzaron a barajar distintas hipótesis. Que si se trataba de un malentendido. Que si es la hoja de ruta de la nueva reforma educativa. Que si preparaban camino de cara a futuros pactos con otros partidos. Todo esto sorprende cuando recordamos las palabras de Alfredo Pérez Rubalcaba en un ciclo de conferencias que organizó la Fundación Pablo VI a principios de octubre del 2018. El que fuera secretario general del PSOE, vicepresidente con Rodríguez Zapatero y ministro de Educación y de Presidencia con Felipe González, sentado en una mesa junto al Card. Antonio Cañizares, se declaró “gran defensor de la educación concertada”. “Los conciertos educativos son el desarrollo exacto de la constitución”, afirmó el histórico y ya fallecido dirigente socialista.

Sorprendente, también, porque en los años en que la ministra estuvo al frente de la Consejería de Educación del País Vasco, las familias de esta comunidad recibieron en sus casas una carta firmada por ella misma en las que se les recordaba su libertad para elegir el centro al que llevar a sus hijos. Y defendió que fueran las familias las que decidieran si sus hijos estudiaban o no religión en las aulas. Muchos entonces vieron como normal que el que planifica adapte su oferta a lo que demanden sus ciudadanos, y no que anduviese forzando a los padres a llevar a sus hijos donde ellos no quieren. Y es que por mucho que se quiera complicar, oscurecer y enmarañar, todo esto es muy sencillo, responde al principio de que no quiero que la Administración educativa elija por mí.

Demanda social

El proyecto de Ley Orgánica para la reforma de la LOE tiene intención respecto de la educación concertada de eliminar la “demanda social” como criterio para la planificación escolar. Lo cual prácticamente quiere decir que si las familias españolas desean que sus hijos estudien en un centro concertado no podrán hacerlo en cuanto la última plaza esté ocupada. La consecuencia directa para estas familias será matricular a sus hijos en centros públicos o privados, sin contar con la opción de la concertada. Por lo tanto, los beneficiarios de esas plazas libres serán otros centros. Para Celaá, uno de los “aspectos más lesivos” de la LOMCE es que lo que demanda la sociedad, y que urge cambiar, se sustenta en un “eufemismo”. La ministra alude a esta palabra, ‘eufemismo’, pues sabe que con ella fácilmente podrá deslizarse en el debate social una idea tan subliminal como abiertamente discriminatoria; a saber, que si hay tantos padres que luchan por llevar a sus hijos a la escuela católica no es que lo hagan por el ideario del centro -en rigor, la razón de ser de que órdenes y congregaciones hayan fundado colegios- o la calidad de enseñanza, tanto como por un concepto mucho menos noble: la calidad del alumnado. La escuela católica, siguiendo con este razonamiento, es para todos los padres aquella en que los demás alumnos pertenezcan a un entorno privilegiado, lo más privilegiado y homogéneo posible. Los padres buscan que el colegio sea una ampliación del entorno del niño, o el primer escalón hacia un entorno mejorado. Más que ideario, se escogen amigos para sus hijos. Por eso estamos cansados de escuchar que la escuela católica segrega, porque es señalada como aquella donde a los padres les preocupa fundamentalmente con qué niños se van a mezclar los suyos. Todo lo demás solo es prioritario una vez que lo realmente importante ha quedado resuelto: que sus pequeños no van a ir al colegio con niños pobres, con niños de etnia gitana, con hijos de inmigrantes o con chavales problemáticos. Así las cosas, batiendo plusmarcas de cinismo, el razonamiento que tantos hacen es que si alguien quiere calidad de alumnado, que se la pague.