FRANCISCO J. JÉMEZ  | En España es ya tradicional el debate entre los defensores de la educación pública y los de la educación privada concertada. Desde el debate político la cuestión de fondo se traslada a pie de calle, y ahí reconocemos fácilmente a nuestros vecinos tomando parte en favor de una u otra red de enseñanza: o eres de ‘la pública’ o de ‘la concertada’. Luego, nos sorprendemos opinando sobre el papel que debe jugar el Estado, y si esto puede o no llamarse democracia. Todos, en cierta medida, podemos caer en esquematizar conceptos como la educación, en donde tanto nos jugamos. Laboratorios de ideas, gabinetes de pensamiento y centros de reflexión irán vendiendo distintos significados y nos presentarán la labor del docente, y el deber que ahora tenemos con las futuras generaciones, como imaginarias trincheras políticas, –aunque oficialmente establecidas–, y donde, además, ciertas mayorías encuentran resonancias. 

¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela

No hay que confundir la defensa de la escuela pública con la exigencia de excluir las demás. El Estado tiene el deber de garantizar el derecho a la educación para todos, pero esto no significa que se procure el monopolio de la misma. La iglesia considera la escuela católica como un ambiente privilegiado para el desarrollo integral –no ideológico– de los niños y jóvenes. La considera, en definitiva, como un gran servicio para todos. Prueba de ello es el colegio Claret de Fuensanta, auténtico motor del mismo barrio valenciano con el que comparte nombre, y que es una referencia para sus vecinos en lo que respecta a acogida y cuidado. Este curso tiene escolarizados, de entre sus poco más de trescientos alumnos, a niños y jóvenes de hasta treinta y una nacionalidades distintas. En palabras de su directora, Inma Martínez Atienza “creo poder decir que más que prestar un servicio educativo, somos un colegio ‘de servicio’ para todos”. Efectivamente, con esta mentalidad se enfrentan a su día a día. “Ayer, a poco de finalizar la tercera evaluación, escolarizamos a dos chicos recién llegados de Brasil. Hay otros centros que quizá hubieran puesto pegas con los necesarios trámites burocráticos, pero nosotros hemos optado por acompañarles a todas sus citas, que van desde el empadronamiento hasta el poder entrevistarnos con ellos para concederles un microcrédito, por el cual nosotros no nos llevaremos nada; antes bien, cuando puedan empezar a pagarlo, el dinero revertirá en las necesidades de próximas familias que en el futuro pasen por situaciones difíciles, como la que ahora ellos están viviendo”, abunda Martínez. Así es como ellos hacen pie en la llamada educación integral de las personas: tejiendo una red de ayuda entre las familias. Son las propias familias las que ponen de manifiesto una sensibilidad especial los unos con los otros. Comparten lo que solo saben aquellos que han dejado muchísimas cosas atrás en pro de buscar lo mejor para los suyos. 

El Papa Francisco, durante el congreso mundial para la educación católica de hace cuatro años, explicaba cómo comprende él ese aprendizaje extra, aquello que entendemos cuando hablamos de educación integral. La definió como el resultado que suma al proceso intelectual de cada alumno un complemento en crecimiento espiritual. Un plus asentado en la lógica de la caridad, que busca “favorecer que el sentido comunitario cristiano vaya madurando en un clima de familia y de acogida”. Martínez Atienza sonríe cuando nos cuenta distintos momentos que se viven en los pasillos de sus aulas. Peculiaridades que llevan el marchamo del Claret, y que hacen patente el papel que juega la comunidad cristiana en la ‘aldea global’. Dice la directora, “bajan los chicos las escaleras y se oye el murmullo de sus comentarios en una mezcla de idiomas para la mayoría ininteligible. Pero, en esos momentos, nadie jamás se ha sentido señalado, o con la sospecha de que alguno estuviera hablando mal de otro, sino al contrario”.

Educación en valores

Es cierto que habrá familias que presenten objeciones por el empeño educativo de la Iglesia, y la razón de ser última de tal labor. En el intercambio de ideas, hay quienes no aceptan que los cristianos puedan ofrecer el testimonio de su identidad. Y precisamente esta perspectiva ha sido una ayuda para que la escuela católica esté hoy llamada a reflexionar sobre sus propios desafíos. Así, estos últimos años cualquier formación que tenga como base un humanismo cristiano ha ido creciendo en su consciencia de que el quehacer pedagógico es, sobre todo, misión que brota de la misma Iglesia. Olvidar este aspecto, lo que siempre se ha llamado la educación en valores, y primar exclusivamente la excelencia es uno de los peligros que tiene la escuela católica. Como la parábola de los talentos sugiere, la identidad no es un tesoro que haya guardar, sino un patrimonio que poner a disposición como un don, para que dé fruto.