Ya ha comenzado la cuenta atrás para la celebración de la Navidad. En cierto sentido puede decirse que todos estábamos esperando que se adelantara, sin atender demasiado a los verdaderos signos que la anuncian y que no siempre coinciden con las vistosísimas luces que para nuestra ciudad han preparado los alcaldes. Ni siquiera con las calles limpias para felices paseos. No siempre hay regalos, premios en la lotería y reuniones. Dios también nace para los que están solos, los rechazados por ser diferentes, para los que se quedan en los contextos de los márgenes. Estamos tan acostumbrados a ellos que nos fatiga la sola idea de luchar por un mundo más justo.

No se trata de idealizar estas fechas y proponer la Navidad a la intemperie, pero sí debiéramos cuestionar qué parte de nuestra espera se ha ido cimentando sobre el bullicio de la fiesta, sobre puros sentimientos. O por lo menos, preguntar en cuántas ocasiones hubiéramos preferido que el Dios en que creemos fuera un solucionador de los problemas que como comunidad cristiana no asumimos. Otrosí, cuántas veces le hemos afeado a Dios que su encarnación no se ajustó al molde triunfante que este mundo tanto necesita. Olvidamos que Dios entró en nuestra historia pidiendo permiso a una muchacha, pobre entre los pobres, huyendo como emigrante y finalmente muriendo como un delincuente. Y que gracias a ello no hay dificultad que le sea ajena. Y lo más importante, que habiendo sufrido, Jesús ha triunfado sobre todo mal, demostrando que la iniquidad y la injusticia no tiene la última palabra. Profundizar en el misterio que envuelve aquel nacimiento en Belén confirmará –seguro– la intuición de que el mejor regalo que pudo hacernos Dios fue encarnarse de la manera humilde en que lo hizo.