SARA ARÉVALO JIMÉNEZ | El papa Francisco ha regalado al mundo una encíclica con el título de ‘Fratelli Tutti’-“Hermanos todos”- que tiene como finalidad poner en valor la categoría humana, no solo religiosa, de la fraternidad. Se dirige a los creyentes y a toda persona de buena voluntad abierta al diálogo, e invita a despertar el sueño de una sociedad fraterna y de amistad social.

Libertad, igualdad y me falta una

La sociedad contemporánea se ha ido forjando desde el ideal ético que a principios del siglo XIX consideraba a la libertad, la igualdad y la fraternidad como los tres pilares básicos para construir una sociedad feliz, abierta y sin exclusiones. Desde entonces hasta ahora, tanto el pensamiento como la acción política han recorrido un largo camino en busca de la libertad y la igualdad, pero acabaron arrinconando la fraternidad hacia un terreno difuso, un lugar muy resbaladizo que al cabo terminó dependiendo de las voluntades inciertas de la ciudadanía, así como de la frágil consistencia de sus gobiernos. Prácticamente hablamos de aguas pantanosas.

El presidente de los obispos españoles, el cardenal Juan José Omella, en su discurso inaugural de la Asamblea Plenaria de noviembre del año pasado, lo expresó con estas palabras: “El marco de nuestra civilización mundial está dañado. Ya hacía tiempo que el mundo estaba desajustado y esta pandemia no ha hecho sino visibilizar y agudizar el desproporcionado estado de las desigualdades económicas y sanitarias, las gravísimas consecuencias de la destrucción de los ecosistemas, el interés egoísta y polarizador de los populismos irresponsables y, sobre todo, nos hace ver lo lejos que estamos de sentir y comportarnos como una única familia humana”.

Pero el río no es sólo agua que cambia, sino también las rocas que están debajo y que permanecen y dan solidez. Podemos admitir que la fraternidad está velada, pero no así la conciencia que nos avisa de la tristeza que puede llegar a brotar de un corazón cómodo y avaro. Aquella que nos interroga sobre qué vida acabaremos llevando si la clausuramos en nuestros propios intereses. El papa Francisco dice que en el momento en que dejamos de ver a los pobres, dejamos también de lado aquel entusiasmo por hacer el mínimo bien. Entonces, ¿podemos plantarle cara al poder egoísta para dar prioridad a una genuina motivación humanista?

Difícil equilibrio que viene de lejos

Las migraciones, la sanidad, las pensiones, el clima, la educación o la atención a los mayores entre otros muchos y urgentes problemas han sido históricamente desplazados del equilibrio ético entre libertad e igualdad. Respuestas políticas como las establecidas dentro del liberalismo en sus múltiples facetas, o las de los diversos socialismos, -las dos principales ideologías de la historia contemporánea-, fueron incapaces de construir la sociedad abierta que el mundo aún anhela; antes bien, se reciclaron en populismos a medida que la gente fue perdiendo la confianza en un sistema con el cual no se sentía protegida, confortable y justamente tratada. Reacción comprensible, si lo miramos así, pero sobre todo peligrosa: así lograron su aceptación y auge el fascismo, el nazismo o el comunismo que se presentaron con soluciones mágicas salidas de la manga de líderes omnipotentes. En estos días conviene recordar su posterior desastre. Todos acabaron produciendo mucha violencia, dolor y desesperanza al mundo. Quizá se llegó a tanto y tan tristes extremos porque siempre ha acabado faltando el flujo energético que procede de la fraternidad. La libertad sin ella -dice el Papa- “enflaquece”, y la igualdad, que “es el resultado del cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad”, pasa a ser una mera abstracción.

Con su mirada puesta en la sociedad actual, Francisco describe en ‘Fratelli Tutti’ “algunas tendencias del mundo que desfavorecen el desarrollo de la fraternidad universal”. Un mundo con muchas sombras donde el individualismo excluyente primero pone trabas, después alza un muro, y más tarde manda guardias para vigilarlo. Elegantemente, Bergoglio resume este proceso en tres palabras: “cultura del descarte”. Una tendencia que al cabo produce una sociedad cerrada, tristemente vista ya en viejos libros de historia. Pero frente a ella, la parábola del Buen Samaritano se alza como la respuesta que desde siempre ha mantenido la Iglesia, un planteamiento que exige dejar de fundamentarse en la sospecha y la desconfianza que acaba rompiendo con todas las relaciones humanas. Además, es el centro mismo de la encíclica. “Con sus gestos, aquel samaritano reflejó que la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro”.

En un primer momento, algunas reacciones y comentarios elogiosos hacia ‘Fratelli Tutti’ desde el ámbito de la política presagiaban una gran acogida. Pasado un tiempo, llamó la atención la rapidez con la que ha desaparecido de la opinión pública y de la publicada. Reconocer a cada ser humano como un hermano es una actitud que hoy en la vida práctica no tiene buena prensa. Dicen también que a las élites y gobernantes les sale a cuenta la discordia. Hay quien piensa que cuanta más sangre retórica corra por el salón de plenos (del Congreso), menos peligro habrá de que salpique las calles. Frase ingeniosa, pero falsa. Y además, nuestra esperanza no debería permitírselo porque la esperanza es audaz.

La esperanza cristiana sabe mirar más allá y así se ha demostrado en la actitud con que la Iglesia ha reaccionado desde el inicio de la pandemia. En palabras del Rector Mayor de los Salesianos, Ángel Fernández Artime, “en general, en situaciones extremas, tendemos a dar lo mejor de nosotros mismos”. Basta recordar la labor caritativa y asistencial de las instituciones católicas que han ejercido un trabajo encomiable durante la crisis sanitaria, económica y social provocada por el coronavirus. En distintos lugares de España se han puesto a disposición de las autoridades civiles edificios de religiosos con el fin de poderse utilizar como albergues y hospitales. Al mismo tiempo, la Iglesia ha multiplicado su atención a las personas y a las familias más vulnerables a través de Cáritas y de la red de entidades impulsadas por todo tipo de instituciones de inspiración cristiana. Pero Iglesia somos todos, y la solidaridad también se ha expresado (y continúa haciéndolo) en el servicio concreto que asumen personas cuando se ocupan de las fragilidades de los demás. Tantas veces, personas que andan fuera de instituciones de Iglesia. Espontáneamente. Desideologizadamente. Personas que se organizan para hacer la compra a quienes pasan necesidad, que les recogen y les traen, que cuidan de sus vecinos dejando de lado deseos de omnipotencia ante la mirada concreta del rostro de su hermano. No sabemos si la pandemia del coronavirus provocará un repliegue identitario y egoísta o una búsqueda colectiva que nos haga más humanos y nos ayude a vivir más reconciliados con nosotros mismos, con los demás, con la creación y con Dios.

El Papa, en ‘Fratelli Tutti’, ha interpretado la experiencia de la pandemia en este segundo sentido, como una oportunidad histórica para iniciar una nueva búsqueda espiritual y rehabilitar así la responsabilidad. Sin servir a las ideas. Sirviendo a las personas.

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