Se perciben aires nuevos. Hay quien se atreve a decir que es ‘cambio de paradigma’. En cualquier caso, la prueba es el documento de trabajo (o Instrumentum Laboris) que fuera presentado casi a finales del pasado mes de junio y que servirá como guía del Sínodo de los Obispos que se celebrará del 3 al 28 de octubre en Roma con el lema ‘Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional’. El Instrumentum Laboris recoge las críticas que parten de los jóvenes hacia la Iglesia, a la vez que formula otros interrogantes incómodos de resolver para parte de la jerarquía.

SARA ARÉVALO JIMÉNEZ

¿Es que la juventud ha mantenido desde siempre una actitud crítica cuando le hablamos de Dios? ¿Acaso los jóvenes tienen la idea de una Iglesia obsesionada con ir ‘sacralizando’ normas y valores? ¿Estas conclusiones mutaron en un olvido de Dios?

Imaginemos que a un astronauta que vuela por el espacio en una nave estropeada, le dé por pensar que la causa del error fue que nadie se acordó de llamar a un sacerdote para que le encomiende a Dios su expedición. Sería impensable. Lo más lógico es que se acuerde del ingeniero que hizo mal ciertos cálculos. Segundo otrosí: imaginemos un agricultor que en vez de usar fertilizantes decida asperjar su huerta con agua bendita. Hoy tampoco parecen tener cabida comportamientos de este estilo. Y es que hoy nadie admite rellenar sus lagunas con argumentos pseudo-teológicos. Ya no se aceptan tutelas religiosas cuando hablamos de política, de ciencia, de tecnología o de otros tantos campos del saber.

Hoy sería suficiente una simple mirada al planeta para darse cuenta de que, en las sociedades modernas, sabemos que no necesitamos una misma religión para vivir juntos. Solamente (y no es poco) basta con ponernos de acuerdo en unos objetivos prácticos aceptables para todos los ciudadanos. Pero, claro, esto no siempre ha sido así. Y la razón no es que la Iglesia desde su origen haya querido ser una entrometida. El motivo es que históricamente se vio obligada a ocupar el vacío organizativo que la misma sociedad demandaba. Pensemos en los hospitales, en la educación, en la legislación, o incluso en los bomberos. Por ejemplo, los que vivimos en España sabemos que no se establecieron registros civiles hasta 1868. Hasta esa fecha solo existían registros eclesiásticos para todos los nacimientos, matrimonios o defunciones. Ahora, sin embargo, existen las notarías. Vemos, pues, con todo esto, que la Iglesia ha ido cediendo más protagonismo a diversas instituciones, hoy consideradas públicas. Ha habido, por tanto, un proceso natural por el que la sociedad se ha ido emancipando de nociones religiosas. Es decir, ha buscado organizarse de un modo más autónomo en este sentido.

Y la Iglesia, en el Concilio Vaticano II, aceptó gozosamente esta ‘secularización’. “Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responden a la voluntad del Creador”, dijeron los padres conciliares. Con la perspectiva del tiempo vemos cuánto fueron estas palabras de beneficiosas para todos. Primero para Dios, porque consigue recuperarlo en su trascendencia. Luego para la sociedad, porque accede a la mayoría de edad, perfectamente capaz de responsabilizarse de sus problemas; y en último lugar, para la Iglesia ya que así ofrece la fe de forma más pura. En una palabra: Dios, Fe e Iglesia, se vuelven para el hombre realidades gratuitas.

La otra cara de la moneda es que dicho proceso de secularización mal entendido puede arrasar también con el sentido último de la vida, encerrando al hombre en un callejón sin salida y ofreciéndole nada más que una cultura ‘horizontal’, incapaz de dirigir la mirada al cielo. “Si por autonomía de lo temporal entendemos que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno al que se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin Creador, desaparece”, dijeron los mismos padres conciliares. Los pastores de la Iglesia, en ese momento histórico, advertían de que un secularismo convertido en un olvido total de Dios iría en contra del ser humano.

Dicen los expertos que un Concilio tarda más o menos cien años en ser metabolizado enteramente e implantado en la Iglesia. Y dicen los sociólogos que pese al constante retroceso en el número de fieles que se acercan a las Iglesias, mayormente en Europa, continúa estable la sed de Dios en todas las personas. ¿Qué han entendido los jóvenes estos últimos 50 años, cuando la Iglesia les interpela directamente, haciéndoles una oferta que considera esencial y apenas interesa a ninguno de ellos? ¿y qué ha hecho la Iglesia por los jóvenes todo este tiempo?

La labor misionera no puede dejar las cosas como están mientras existan tantos jóvenes que tienen la sensación de que dentro de la Iglesia no van a encontrar nada significativo o importante. Hoy existe la certeza de que se puede buscar en muchos sitios, “así que, probemos cosas nuevas”, y esto es lo que se oye entre los jóvenes. Ante este panorama, en palabras del Papa Francisco, hace falta una Iglesia “que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía”.

Y sí cabe señalar que, en ocasiones, amparados en una sobreprotección innecesaria para con sus miembros, algunas comunidades cristianas han mostrado una cara aislacionista, viviendo al margen del mundo en el que están insertas. Es consecuencia de esta falta de valentía, y quizá por eso la Iglesia es comúnmente acusada de no ofrecerse al diálogo con la gente de la calle, y lo que es peor, ha podido dar la impresión de creerse ingenuamente ‘mártir’, si entendemos este término no tanto como generosa, sino como víctima heroica en un mundo materialista que no la comprende porque rechaza a Dios.

Pero ocurre que a los jóvenes les repele este catolicismo ‘de estufa’. Y es lógico, pues va contra el concepto de misión, volviéndolo pobre y descarnado. Es, también, la autorreferencialidad a la que se refiere el Papa Bergoglio, y efectivamente, es peligrosa cuando corre el riesgo de reducir la comunidad de fieles en una comunidad de ideas. Los jóvenes lo detectan rápidamente, y anhelan otra pastoral. Más misionera que administradora, más predicadora que repetidora. Hoy no podemos esperar que los jóvenes acudan a la Iglesia, sino que hay que salir a buscarlos.

En la reflexión que Francisco comparte en voz alta con sus hermanos los obispos brasileños, que ya hemos citado más arriba, se nos ofrecen también a nosotros preguntas y respuestas que nos sitúan en el punto de salida. Dice el Papa: “se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo”. En este sentido, es bien cierto que la etapa de la juventud es la de un cambio de lugar. Salvador Dalí la definió fenomenalmente cuando decía que el único mal de la juventud es saber que llega un momento en que se deja de pertenecer a ella. Es decir, existe un gran miedo a dejar de ser joven. Nadie aspira a llegar a viejo. A ser como son los viejos, o a vivir donde viven ellos. Parece que cuando se acabe la juventud, polimorfa y vaga, la vida empieza en serio. Se nos empezará a invitar a tomar una postura activa, critica y efectiva frente a la realidad. La Iglesia sabe que, aun teniendo vocación de profundidad, todos los jóvenes viven en una superficie movediza y acelerada, y por ello propone un centro reconocible. Una finalidad común para todos los hombres y que tenga un horizonte final. ‘Te busco a Ti, Dios mío. Busco a Dios’.

El misionero Juan Carlos Martos, formador de Claretianos y experto en el campo de la pastoral vocacional con años de experiencia, subraya en su libro Palabras contra el desaliento (Ed. Publicaciones claretianas, 2013) la importancia del testigo entendiendo a este como aquella persona que encarna el valor vocacional, y porque lo vive, habla de él, lo muestra y lo acredita. “El testigo está orientado hacia Dios, y orienta a los demás hacia Él”. Es nuestro ejemplo el que atrae. Y si nuestra propia vida no cuestiona, entonces no sirve para evangelizar. Necesitamos cristianos en comunidad que expliciten una fe vivida y comunicada; que, más allá de los horizontes estrechos en que suele moverse nuestra sociedad, enseñen a los jóvenes a ver a Jesús que pasa, a convertir sus sentidos para acoger el paisaje del Reino. El Papa lo explica aún más concisamente: “sin testimonio, no podéis ayudar nadie, sea joven o sea viejo”.