PEIO SÁNCHEZ | Se acaba de estrenar una película sobre la biografía del gran John Ronald Reuel Tolkien. El film es una excelente oportunidad para adentrarnos en la propia Tierra Media del autor de El hobbit, El Silmarilion y El Señor de los Anillos. El motivo de esta producción de la Fox es seguir la senda del éxito de las dos trilogías dedicadas a su obra Peter Jackson, aunque el pozo estaba bastante agotado.

El objetivo es emparejar la infancia y juventud del filólogo, escritor y profesor de Oxford con el océano donde hallaba cada detalle de sus obras. Para ello, la narración toma como eje la participación del poeta-lingüísta en la Primera Guerra Mundial. Así, el protagonista va recordando, sumido en la fiebre de las trincheras, en medio de la niebla que se extendía en la masacre del Somme, su propio despertar a la vida. Con la muerte temprana del padre, cambiará su feliz infancia idílica. Su madre tiene que trasladarle a él y a su hermano a Birmingham. Desafortunadamente, pasa como un suspiro la figura inmensa de su progenitora, y la muerte temprana de esta apenas es explicada. Pero allí aparece la figura del sacerdote oratoriano de ascendencia andaluza Francis Xavier Morgan, hombre formado desde una gran exigencia intelectual, que se convertirá en el tutor de los dos hermanos. La amistad que brinda el religioso a los huérfanos aparece especialmente destacada, pues acabará forjando gran parte del carácter de aquellos jóvenes inquietos que formaron el T.C.B.S., —las iniciales del Tea Club and Barrovian Society—, una alianza que les marcará. Paralelamente, la cinta da pie a la educación sentimental del protagonista con el enamoramiento de una compañera del pequeño internado familiar, Edith Mary Bratt. Ella será el otro pilar sobre el que se vertebrará el futuro de Tolkien. La peripecia de este amor, obligado a mantenerse desde la distancia, será también un faro para el joven militar cuando en medio de la batalla se aferre a la esperanza que le posibilita. Los cráteres de las bombas y el paisaje desolado tras el combate serán el caldo de cultivo propicio para desplegar su propio universo mitológico, lo que después vino a denominar ‘la eucatástrofe’, o sea, el término con el que daba a entender el fondo de sus historias, los personajes de sus ficciones, la lucha del bien contra el mal, y aquellos finales donde la bondad triunfa.

Los guiños a la estética de la película El Señor de los Anillos son una constante. La comarca, en la primera infancia llena de verde y luz. La tierra oscura, más tarde, en la batalla, con los Nazgûl trotando entre los cadáveres o con la niebla de las Quebradas de los Túmulos extendiéndose por la naturaleza destruida. Y con la joven “doncella enguirnaldada de un brillante resplandor” representada en Edith/Galadriel. La banda sonora de Thomas Newman es profundamente sentimental, con vientos, cuerdas y coros como ya había realizado en American Beauty o Buscando a Nemo. La puesta en escena marca los contrastes entre el territorio de la paz y el de la devastación de la guerra donde se sitúan los personajes.

Pese al diseño de producción, falta guion. Faltan resortes, drama y hondura. Agradar al gran público no es sinónimo de aplanar el relato. Todo es demasiado previsible e incluso vacío y desmotivado. Tolkien fue un maestro de la fuerza de la metáfora, de la actualidad significativa del mito, de mostrar en lo escondido. El director Dome Karukoski ha sido una mala elección. Estoy seguro de que Peter Jackson lo hubiera hecho mucho mejor.

A pesar de todo, este biopic sencillo puede ser una ocasión excelente para conocer a este genio de la narración. El intento era sugerente, indagar en la historia personal para hallar las fuentes de la obra. Y este final incompleto puede quedar para el espectador. No lo dejéis de hacer.