IGNACIO VIRGILLITO | La mayor parte de la sociedad española hubiera esperado que para la crisis educativa se encontrara una salida basada en la disposición al acuerdo y al diálogo de todas las partes implicadas, pero la tramitación de la nueva ley conocida como ley Celaá, impulsada por la ministra del ramo, ha acabado resolviéndose aceleradamente, -“atropelladamente”, según los partidos de la oposición-, liquidando en pocas sesiones más de 1.100 enmiendas y sin aceptar comparecencias de diversos representantes de la comunidad educativa. Así se levantó acta y se llevó a juicio a la enseñanza concertada, que resultó ser ninguneada basándose en signos económicos más propios del mercado que del bien público, o de diversas frivolidades como tildarla de exclusivista. El debate se trasladó a la calle, las redes sociales ardían y finalmente han sido las posturas extremistas las que han sacado a bailar a nuestros mandamases, alimentando la polarización. En este sentido pudieron leerse palabras como las del senador socialista por Málaga, Miguel Ángel Heredia, que subió a su cuenta de Twitter, literalmente: “Ni hay que educar a pijos con dinero público, ni hay que mantener los privilegios educativos de unos pocos con el dinero de todos”. De nuevo, una torpe expresión más de la radicalización que nos acaba dañando a todos y desfigurando nuestra democracia.

Los hay que dicen que esto es un punto y seguido, por lo menos hasta que nuevos dirigentes sean elegidos en siguientes votaciones, y vaticinan así, a medio plazo, un nuevo ciclo de tramitaciones revanchistas y muy probablemente poco edificantes. Sea como fuere, no nos merecíamos esto. La educación es algo muy serio, y por ello no es el lugar natural de vaivenes legislativos traídos de la mano de las mayorías parlamentarias. La educación católica se pregunta, y con razón, qué es aquello que repele tanto de su trabajo para no haber podido siquiera sentarse con los demás en la misma mesa y hablar de la enseñanza para niños y niñas necesitados de una educación especial, por ejemplo. O de aquello otro de permitir que alumnos puedan pasar de curso con asignaturas suspensas. Quizás algo pueda haber dicho del abandono del castellano como lengua de enseñanza en las autonomías bilingües.

Empieza la Ley Celaá afirmando que “las sociedades actuales conceden gran importancia a la educación que reciben sus jóvenes, en la convicción de que de ella dependen tanto el bienestar individual como el colectivo”. Un principio que evoca una idea cargada de esperanza, pero que el texto que sigue traicionará desde bien pronto porque el horizonte del bien común se les va antojando cada vez más estrecho a medida que van avanzando los párrafos. Así llegamos al número ciento nueve, en el que se ordena suprimir la demanda social, elemento que hasta ahora había sido importante en la programación de plazas por parte de la administración. Nos dicen que, con el fin de evitar la segregación escolar, se acabará con la libertad de los padres para elegir el centro educativo donde esperasen que sus hijos recibieran una formación más acorde con sus principios. Y esto es importante porque los centros concertados son en la mayoría de los casos de inspiración cristiana, que es precisamente lo que buscan muchas familias. La ley, con un monótono lenguaje inclusivo que habla de bienestar individual y colectivo, ningunea el derecho a la libertad religiosa. Y hoy la necesitamos más que nunca. Es un derecho nuestro, el derecho a creer.

Gobernar a través de la educación

Jürgen Habermas, en su obra ‘Entre naturalismo y religión’, exhortaba a no anular el valor de la tradición religiosa en las actuales sociedades secularizadas. La mirada cristiana ha traído a todas las sociedades dispersas por diferentes puntos del globo una articulación de la conciencia de lo que somos. Pero también de lo que nos falta. Y la religión católica, -no solo como asignatura de religión, sino como servicio cristiano a la sociedad-, ha tenido mucho que ver. El sociólogo y jesuita José María Rodríguez Olaizola señala que “la religión es, y cada vez más lo va a ser, una forma de resistencia, de búsqueda, de no conformarse con un mundo en que los valores pierden raíz y que por tanto nos deja más expuestos a la mentira y al capricho subjetivo de quienes crean discurso. Lo que está en juego es la capacidad de defenderse del pensamiento único”. Su propuesta es unánimemente compartida por todo aquel que dedique un mínimo esfuerzo de rigor social: la religión es una fuente de recursos éticos, y también una forma de educar para afrontar diversas circunstancias que hoy nos interpelan, y que entre otras podrían ser la inclusión del diferente o la defensa de acciones globales del cuidado de nuestro planeta.

Sin embargo, con esta ley educativa se manifiesta una voluntad explícita de aplicar estrategias y acciones políticas, seguramente porque tras ellas se busca un modelo de persona y de sociedad. Se busca decretar que cualquier iniciativa inspirada en la religión católica es represiva y elitista. Es más, se dice que no es pública. A esto responde el profesor Jesús Martín Ortega, diciendo que “educación pública y gratuita puede ser de diferente titularidad: puede ser pública de iniciativa ‘social’ o pública de iniciativa ‘estatal’. Sonroja comprobar cómo algunos se empecinan en identificar lo público con lo estatal”. Y continúa: “Toda enseñanza obligatoria debiera ser gratuita, tal como entendieron en su momento algunos socialistas que primaron lo social y no tanto lo estatal. Hoy abundan los estatalistas que, amparándose en el concepto filosófico del bien común, proponen acabar con un modelo plural y social para imponer su modelo ‘estatal’ […] Pero olvidan que el Estado ha de garantizar la pluralidad social, no monopolizar la educación usurpando la responsabilidad que sólo corresponde a los padres cuyo derecho viene reconocido por la Carta Magna”.

En este sentido también se pronuncia Javier Cortés, religioso marianista que ha desarrollado toda su actividad en el ámbito educativo como profesor y director de distintos centros concertados, y también como presidente del Grupo SM: “En la raíz de este planteamiento estatalista subyace una visión absolutamente limitante de lo público cuando en realidad, el espacio público es el lugar en el que se debería hacer presente cualquier propuesta de valor que pudiera contribuir a la construcción de una sociedad abierta y democrática. No olvidemos que cuando este argumentario político se aplicaba al ámbito económico, aparecieron los monopolios del Estado”.

La educación ‘en católico’

Pero la educación católica no se limita a capacitar, o a solo formar mentes con una mirada amplia, capaz de englobar las realidades más lejanas. La educación ‘en católico’ pone en juego elementos muy nucleares de la persona que se sitúan en el ámbito del sentido, más allá de procurar también la eficacia científica o excelencia técnica. El servicio que una visión cristiana de la actividad docente presta a la sociedad es de mucha magnitud y muy importante en el orden de las ideas y valores morales, de las imágenes globales del hombre y de la vida.

Dice el papa Francisco en su última encíclica ‘Fratelli Tutti’ que la globalización y sus cambios en el orden económico traen consigo unas reglas que pueden resultar eficaces para el crecimiento, “pero no así para el desarrollo humano integral”. Unos meses antes de la publicación de este profundo análisis de marcado carácter social, el día que presentaba el Pacto Educativo Global promovido por la Congregación para la Educación Católica, el pontífice afirmó que “es hora de mirar hacia adelante con valentía y esperanza. Que nos sostenga la convicción de que en la educación se encuentra la semilla de la esperanza. Una esperanza de belleza y de bondad; una esperanza de armonía social”. “Estamos llamados a no perder la esperanza porque debemos donar esperanza al mundo global de hoy. Globalizar la esperanza y sostener las esperanzas de la globalización – continúa el pontífice – son compromisos fundamentales de la misión de la educación católica”.

Una globalización sin esperanza y sin visión está expuesta a los condicionamientos de los intereses económicos, muchas veces lejanos de una recta concepción del bien común y que pueden acabar produciendo tensiones sociales y abusos de poder. Asimismo, el Papa puntualiza que la educación es una de las formas más efectivas de humanizar el mundo y la historia –“La educación es sobre todo una cuestión de amor”– y para ello, Francisco asegura que un punto de referencia es la doctrina social de la Iglesia, que inspirada en las enseñanzas de la Revelación y el humanismo cristiano, “se ofrece como base sólida y fuente viva para encontrar los caminos a seguir en la actual situación de emergencia”.