En 1954, Alfred Hitchcock estrenó su famosa película La ventana indiscreta. En ella, ahondaba magistralmente en conceptos como la distancia física, la cercanía, el anonimato y el consentimiento. No existía sensación de peligro mientras Jeff, el protagonista encarnado por el actor James Stewart, actuara bajo el atractivo que supone aquello de ‘mirar sin ser visto’. La ventana se convertía para él en una manera de observar tanto más una ilusión que la vida en toda su realidad. Y es algo, en este sentido, similar a lo que aún puede llegar a ocurrir hoy. Solo basta trasladar la metáfora de la ventana por la pantalla de un ordenador. Si consultan la prensa en Internet, cualquiera puede tropezar con noticias como la de hace escasamente unos días, en la que durante las noches del 3 y 4 de mayo, dos de los mayores foros españoles, Forocoches y Burbuja.info, comenzaron a revelar datos personales de la víctima del triste suceso de ‘La Manada’: fotos, nombre y apellidos, DNI de la joven madrileña, y hasta algunas escenas de aquella noche, que pertenecían al sumario del caso. Todo al alcance de cualquiera. Y junto a estos datos, comentarios denigrantes se vertieron sin respeto alguno, con el único de fin de alentar –según ellos mismos reconocieron– un linchamiento mediático a la víctima. Los usuarios de estos foros firman con un pseudónimo, claro está. Se trata, pues, de personas que, aunque anónimas, no es que quieran ser nadie; antes bien, se preocupan mucho por hacerse notar. Usuarios que buscan destacar y por ello trabajan incesantemente en optimizar su perfil virtual, adaptando sus comentarios a un discurso de odio que se propaga en las redes como la pólvora. Una especie de carrera en busca de unos minutos de gloria al servicio de la sociedad del espectáculo. A ver quién escandaliza más usando menos el diálogo. Sin ningún discurso. Alejandro Marín, creador de Forocoches, defendía su web frente a acusaciones de violencia y sexismo con estas palabras: “luego la gente no es así cuando va por la calle”. Bien, pues vayamos a la calle. ¿Con qué puede encontrarse uno cuando atraviesa la ventana del barullo digital y se topa con la realidad? Así, de primeras, con la ‘terrible’ mirada del otro. Es decir, con su realidad. Ya nos lo advertía Jeff, el protagonista del thriller de Hitchcock (siento destripar el final de la historia, en caso de que alguno aún no hubiera visto la película, pero) el fotógrafo es arrojado desde su ventana a la calle a base de empujones por el sospechoso vecino al que observa …cuando éste se da cuenta de que es observado. Moraleja: esa presencia ‘del otro’ es la que nos devuelve a la realidad. A veces, a mamporro limpio.

Por eso sí hay algo de verdad en eso de que uno no se comporta igual en sus relaciones virtuales que en la calle. No busquemos en ella al enjambre de opiniones que retuercen el valor de nuestra indignación.

La calle aún sabe mantener su identidad. Miremos las multitudinarias manifestaciones a favor de las víctimas. Ahí se desatan unas tormentas sociales que llegan a marcar la agenda política de nuestros dirigentes.

Otro ejemplo mucho más sonoro fue la primavera árabe. La calle prefiere actuar que teclear.

Linchamiento digital

Casi cumplidos sus 32 años el periodista Juan Soto Ivars publicó Arden las redes. Con esta obra, bajó a la arena para enfrentarse al complejo universo de las redes sociales con el fin de poner patas arriba sus trampas. La poscensura, afirma, es la más peligrosa. En numerosos artículos y entrevistas disecciona este concepto, avisándonos de los peligros de la multiplicación de “linchamientos digitales” que “amenazan con enmudecernos a todos”: “Ser criticado, atacado, insultado, boicoteado, condenado, multado, penado, despedido de tu empleo… Eso sucedía antes con la censura franquista. Y ahora, con la poscensura” (La Vanguardia, 11 de mayo de 2017). En efecto, debido a un aumento en la sensibilidad social al sufrimiento y a la crueldad, ha disminuido notablemente el grado de aceptación ante las demostraciones directas de la violencia, lo cual parece bueno y razonable. Pero puede ocurrir –y de hecho, ocurre– que al pronunciarnos en el continente 2.0, donde nos sabemos observados, y tal y como se nos exige, expuestos, nos da por despojar despóticamente de sus libertades a quienes no piensen como nosotros. Algo así dijo el escritor Javier Marías en una entrevista, por cierto, poco antes de ser ejecutado por la enfurecida turba tuitera: “Estamos en una época en la que todo el mundo quiere ser muy virtuoso; y queremos transparencia, y queremos saber esto y queremos saber lo otro y queremos que se quiten los nombres de las calles de un señor de hace ciento cincuenta años… En fin. No hay nadie impoluto. Y la sociedad en cambio tiene un afán por que todo sea impoluto y que nosotros también seamos impolutos, y entonces la gente se siente muy bien y se da a sí misma una imagen ejemplar”. Y ejemplarizante, podría añadirse también, si atendemos a la lúcida observación del filósofo coreano Byung-Chul Han: “Las redes generan un efecto de conformidad, como si cada uno vigilara al otro, y también a uno mismo. Y ello previamente a cualquier vigilancia y control”, escribe en Psicopolítica, uno de sus libros publicados en Herder.

“¡Denme mayúsculas más grandes!”

Por lo demás, ¿cuál sería el antídoto contra ese veneno? ¿Cómo limitar esos ataques a la libertad de expresión sin menguar la libertad de expresión misma? En Los novios, de Manzoni, podemos encontrar una escena que señala cómo todo el mundo cree tener la respuesta. La situación es muy simpática y la he buscado para citarla en palabras del propio autor: “Y poniéndose todos de puntillas, se volvieron a mirar hacia la parte en donde se anunciaba la llegada del Canciller. Levantándose todos, veían lo mismo que si no se hubiesen levantado, pero esto no impidió que cada cual se empinase cuanto podía”.

La tesis que ofrece Han es, por el contrario, ajena a cualquier solución colectiva. La respuesta para el filósofo de moda está en el discernimiento. Pararse a pensar, a contemplar para llenar nuestras vidas con esa narrativa que corremos el riesgo de perder. Y yo no sé a ustedes, pero a muchos nos da la impresión de que esta época no pasará a la historia por ser la más recogida y silenciosa. Antes bien, parece propiciar el marco para la proliferación de retartalillas faltonas tipeadas con mayúsculas bien grandes. ¿En qué consisten, por tanto, la conexiones en red? ¿buceamos en la red en compañía de los demás? ¿O acaso son un momento para demostrar que todos somos un único individuo inteligentísimo, y que solo hacemos uso de nuestro derecho a expresarnos libremente? ¡Ay, libertad, libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

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