Esta es la gran intuición y certeza novedosa de la encíclica “Laudato Sí”. Una frase que no es evidente para la mayoría, porque tendemos a separar ambos sujetos, poniendo el acento en uno de ellos. Con esta afirmación se une, de una manera íntima, la degradación de nuestro planeta con la degradación de las relaciones humanas. Es más, la tierra se convierte en un pobre entre los pobres, un sujeto más excluido del sistema socio-político actual.

Francisco nos sitúa ante una crisis ética global en la casa común. Todo está íntimamente relacionado. Cualquier decisión, por mínima que parezca, se transforma en una opción moral que ha de tener en cuenta a los más olvidados, cercanos y lejanos. No sólo geográficamente (en una línea imaginaria Norte-Sur que no deja de ser frontera ideológica falsa), sino también en el tiempo (generaciones futuras, que son los no nacidos todavía, pero que tienen el derecho de heredar un mundo viable y hermoso, física y moralmente)

Todo el texto está atravesado por la esperanza: desde el comienzo, que es una alabanza tomada en préstamo a S. Francisco de Asís, hasta el final, en el que se van desgranando acciones cotidianas y pequeñas que logran cambiar el rostro injusto de la realidad.

La propuesta para la transformación es clara: una ecología integral. Esta ha de tener en cuenta al ser humano en todas sus dimensiones y a toda la naturaleza, en su gran variedad. No solo han de barajarse en soluciones técnicas, sino que supone una “conversión” profunda, individual y comunitaria. Conversión tejida desde las nuevas relaciones que se han de establecer en el todo unido de nuestra casa común.