No solo las armas las carga el diablo, las palabras a veces también son mortíferas. Los cristianos confesamos a Dios como Padre, Jesús se refiere a Él con un término tan cariñoso y cercano como Abba, San Juan nos dice que Dios es Amor… Tenemos que ser muy cuidadosos cuando visitamos a una persona enferma, porque nuestras palabras pueden traicionar la esencia de nuestra fe, porque en vez de ayudar podemos aumentar el dolor y el sinsentido.

Dios no nos envía la enfermedad. Ésta forma parte de una existencia que es frágil, vulnerable, contingente. Lo que sí, como en cualquier otra catástrofe natural, la enfermedad supone una oportunidad para el crecimiento personal y comunitario. Virtudes como la paciencia y la humildad nos ayudarán a aceptar nuestra situación y a encontrar la paz y el equilibrio interior que necesitamos. La fraternidad expresada y la escucha activa son los ejes de una sociedad verdaderamente inclusiva, hospitalaria y sanadora.

Fíjense que he dicho escucha activa: no se trata de agobiar al enfermo con palabras sino de ver lo que él de verdad necesita, que muchas veces es tan solo nuestra presencia, nuestro silencio acogedor, la mano amiga que acaricia, unos labios que besan con ternura.

Por último, también hay que saber tirar la toalla, distinguir entre prolongar la vida y prolongar la agonía. Que una adecuación o limitación del esfuerzo terapéutico no es una eutanasia encubierta, que la analgesia bien empleada es una buena práctica clínica. El imperativo ético es cuidar y acompañar con calidad y calidez hasta el final.