“De pronto, cuánta suciedad” lamentó Benedicto XVI hace poco más de diez años. El silencio, el sigilo y una paternidad espiritual entendida del revés asistía a los clérigos y daba de lado a las víctimas. Mucho se ha hecho desde que el Papa emérito publicara las líneas guía para la prevención y le tratamiento de los abusos sexuales a niños y jóvenes. El proceso continuó y sigue siendo reforzado por su sucesor, Francisco, quien con decisión ha querido mirar a la cara a cada caso y defender con fuerza a todos los damnificados. Primando sus dramáticas vivencias se ha podido restituir buena parte de la confianza en el sistema a la hora de denunciar. Las víctimas son lo primero y necesitan oír un verdadero perdón, haciendo lo que esté en nuestra mano para reparar el mal inflingido. Sirva como ejemplo la expeditiva resolución del escándalo de los múltiples abusos de Fernando Karadima en Chile, o el cambio de mentalidad en cuanto a prevención que se constata en los países anglosajones, en Centroeuropa, Francia, Alemania o en los Países Bajos. Las investigaciones llevadas a cabo en el Vaticano han estimulado el aumento de las denuncias en el último año, incrementándose a una cifra cercana al doble. Pese a ser casos sucedidos hace décadas, los protocolos que se activan en Roma aseguran a las víctimas que su voz será escuchada. 

En España la Iglesia en bloque —y no una institución suelta o parte de ésta—, ha extendido la mano en ayuda de las víctimas. El fin último es garantizar un trabajo conjunto más eficaz a la hora de esclarecer hechos que aún pudieran estar ocultos. Y contarlo es el primer paso para cicatrizar las heridas. Aunque en ámbitos de Iglesia solo hubiera habido un abuso, necesitamos oírlo. No nos podríamos explicar a nosotros mismos sin la memoria de quien lo sufrió, sin su dolor. Lo que se haga con él determinará quiénes somos. Por ello es tan necesaria la unidad. Afrontar esta crisis como una nueva oportunidad en la protección de la infancia es defender a la Iglesia.