SARA ARÉVALO JIMÉNEZ | Encontrar, o directamente ponerse a buscar la propia vocación profesional no es siempre fácil. Esta decisión forma parte de un ‘pack’ que trae consigo multitud de incertidumbres y situaciones difíciles de predecir y que, por novedosas, nos asustan. La vocación entendida como lo que llenará de significado el futuro es un concepto demasiado amplio e indeterminado, pero a todos nos han dicho que tenemos una. Y bien es cierto que hay personas que siempre han tenido muy claro a qué quieren dedicarse, y parece más fácil recorrer un camino si se conocen de antemano los atajos y vericuetos. Pero no es el caso de la mayoría. Casi todos nos hemos visto obligados a tomar decisiones curriculares a edades muy tempranas. Hoy, en la educación secundaria ya obligan a elegir entre ciencias o letras y, solo unos años después, a enfrentarse a ‘La-Gran-Decisión’: a qué dedicarse el resto de la vida.

José Luis Pérez, Coordinador del departamento de Oreintación del colegio Corazón de María de Gijón (CODEMA), está empeñado en favorecer un acompañamiento del alumno desde las etapas más tempranas de su aprendizaje hasta los últimos cursos de Bachillerato. Su trabajo tiene como fin el concederles autoridad, hacerles responsables en la toma de decisiones. Así, este centro claretiano ha implantado el proyecto Dynamis, pionero a nivel nacional, que consiste en identificar y desarrollar el talento de los niños y jóvenes “atendiendo simultáneamente a las competencias, las inteligencias múltiples, la flexibilidad cognitiva y el dominio de las capacidades desarrolladas”, explica. Se trata de un proceso que ocupa varios años en la vida escolar de cada alumno y que precisa de “la colaboración de todos los responsables intervinientes en el proceso de cada niño o joven”. Es decir, el centro y las familias aúnan esfuerzos para poder realizar un adecuado análisis, y así favorecer al alumno en la elección más libre para lo que a su futuro respecte. El orientador del CODEMA continúa diciendo: “el objetivo fundamental de este trabajo -que se realiza durante nueve años consecutivos- es el ofrecer una respuesta personalizada de aquellos interrogantes que nos enfrentan a cuestiones tan cruciales como saber cuáles son los campos de desarrollo más convenientes o interesantes”. Del mismo modo, finaliza, “contar con la puesta en marcha de este programa no solamente favorece al impulso de las destrezas cognitivas, es decir, las que tienen que ver con los procesos de tipo intelectual. También con aquellas emocionales y de desarrollo personal”.

Jornadas culturales

Dentro del contexto escolar, todos los expertos coinciden en afirmar que el docente debe adquirir herramientas para potenciar y circunscribir su propio concepto de realidad. Conocerse a sí mismo es un factor clave para la construcción de una identidad profesional que luego habremos de desarrollar. Conseguir estas competencias sería imposible si no trabajáramos con otros, si no salvásemos la distancia que media entre nuestra manera de explicarnos la realidad y la que tienen los demás. Y este fue uno de los motivos por los cuales aquellas Jornadas Culturales que comenzaron hace veintinueve años en el colegio Claret de Madrid, hayan ido cambiando progresivamente el foco hasta situarse en temas de solidaridad, de justicia social y de sensibilización para con colectivos más invisibilizados. Nuestra sociedad es rica en desafectos y señalados, y nuestros barrios llevan años produciéndolos de a cientos. Es común que, cuando ciertas personas se nos aparecen a la vuelta de la esquina, no sepamos ni cómo mirarlas a los ojos. 

Nereida López, antigua alumna del colegio, se apuntaba cada año a los talleres que proponían estas jornadas “con la ilusión de quien escribe la carta a los Reyes Magos”. Hace memoria de aquellos días y recuerda cómo vivió momentos que “me cambiaron el chip totalmente. En concreto, -abunda- recuerdo uno sobre personas sin techo, en el que vino un hombre a contarnos cómo era su vida, las razones por las que había llegado a ese punto, e incluso fuimos a visitar un albergue. Eran vidas totalmente normales que se vieron truncadas por algo que nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros”, reflexiona. Nereida iba para periodista, creía que su camino habría de encauzarse en esa dirección, pero “las jornadas culturales me abrieron un mundo nuevo al que no tenía acceso en el aula. Se rompían las clases y dejábamos por unos días las fórmulas químicas y los análisis de textos para pasar a ver un mundo fuera, al que normalmente no teníamos acceso”. Ahora ella lleva cinco años trabajando en Amnistía Internacional, una ONG que trabaja por la defensa de los derechos humanos. “En realidad, mi trabajo lo aprendí tanto en mi casa, a través de mi familia, como en el colegio. Y dentro de este, más concretamente, de la mano de todo el equipo de increíbles profesionales que organizan las Jornadas Culturales”.

Los talleres, las convivencias o las mesas redondas son llamadas a despertar conciencias. Se organizan visitas a enfermos de VIH, a ancianos, o compartir unos días junto a personas con síndrome de Down. A una de estos últimos se apuntó Ana Muñoz hace seis años, cuando cursaba el primer curso de bachillerato en el Claret. Ella lo recuerda con estas palabras: “creo que fue la mejor experiencia que he vivido en el colegio. Acabé completamente enamorada de todas las historias de superación que vi en cada uno de los síndrome de Down. Entré con la idea de ayudarles, pero al final fue todo lo contrario. Fueron ellos los que me ayudaron a mí. Tanto es así que acabe haciendo el grado de Educación Social en la UCM. Fijaos cómo algo así puede marcar el resto de la vida”.

Hay lecciones que se aprenden al margen de los libros. Y así, Muñoz continúa explicándose: “cuando te encuentras inmersa en las actividades y participando en charlas, escuchando, compartiendo y viviendo experiencias, algo hace un ‘click’ en la cabeza. Ya vas dejando de pensar que esto es una buena excusa para perder clase y empiezas a reflexionar. De pronto, comienzas a darte cuenta de que hay más cosas en la vida de las que una se cree…”. Cuando se organizaron las Jornadas Culturales del año siguiente, junto al resto de sus compañeros, fue a visitar la cárcel. “Nos lo propusieron y todos estábamos alucinando ¿En qué colegio se habría visto todo esto?”.

Echando la vista atrás, aún recuerda ese día: “entramos en la cárcel, y ya fue mi perdición en el sentido positivo. Esos que creíamos ‘malos tan malos’ nos enseñaron la cárcel y se sentaron a hablar con nosotros. Resultaron ser personas como podríamos haber sido tú o yo. Nos contaron su experiencia y cómo se sentían. Todos salimos diferentes a cómo habíamos entrado. Y no solo eso. Yo, personalmente, después de acabar la carrera de Educación Social, hice mis prácticas en el centro penitenciario Madrid VII (Estremera) y hace bien poco aprobé las oposiciones al cuerpo de ayudantes de instituciones penitenciarias”, finaliza Muñoz.