Érase una vez un lirio que vivía a la orilla de un riachuelo. Lleno de la alegría de vivir, el tiempo pasaba sin que se diera cuenta, como el riachuelo que corría al lado.

Un buen día le fue a visitar un pajarillo. Y volvió al día siguiente. Por algún tiempo desapareció. Y volvió de nuevo. El lirio no lograba entender cómo podía moverse y cambiar de sitio.

El pajarillo era malo. En vez de identificarse con el lirio, de alegrarse de su belleza y de compartir su felicidad, se puso a ostentar la propia libertad y a burlarse de la flor. No contento con esto empezó a contar todo tipo de historias, verdaderas y falsas. Le contaba que en otros lugares había gran abundancia de lirios imperiales, que eran espléndidos, que vivían felices, que todo el aire estaba perfumado, que había una sinfonía de colores y sonidos. Y terminaba diciendo al lirio que él era insignificante comparado con los otros. Y así lo humillaba.

El lirio se inquietó. Cuánto más escuchaba al pájaro, más celoso se ponía; y más se afligía. Por la noche ya no podía dormir profundamente. Se despertaba de mal humor. Se sentía prisionero. El murmullo del arroyo le parecía monótono. Ya no hacía más que pensar en sí mismo y sentir compasión por su infeliz condición.

Mientras tanto el pajarillo iba y venía. Y así alimentaba el tormento del lirio. Finalmente éste, ayudado por el pájaro, decidió buscar algo nuevo. Al día siguiente el pajarillo llegó muy temprano. Con su pico arrancó el lirio que obtuvo así su libertad. Después de esto, el pájaro tomó el lirio y voló lejos al lugar donde florecen los lirios imperiales.

Pero a lo largo del camino el lirio se secó.

Si se hubiera contentado con ser lirio sencillo y humilde, no se habría angustiado; si no se hubiera angustiado, estaría en su lugar; si hubiera estado en su lugar, hubiera sido un hermoso lirio.

Como aquel del que habla el Evangelio.