MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Palabras para un fin del mundo, de Manuel Menchón, ha hecho historia. Y es que el director malagueño, que ya ahondó en el alma de Unamuno en La isla del viento, centrada en su destierro en Fuerteventura, ha cogido la lanza de Don Quijote y se ha hecho las preguntas que ningún historiador se hizo antes sobre lo ocurrido el 31 de diciembre de 1936 en que el maestro bilbaíno murió en Salamanca, justo antes de cerrarse el primer año de nuestra incivil guerra civil.

La cinta va más allá del género documental (lo que tiene mérito, pues cada plano sale de archivos escritos y visuales) y, preñada emoción, va mostrando al espectador la espiral de violencia que nos abocó a la matanza entre hermanos. También conocemos mucho mejor aspectos ocultos por el bando vencedor, como el “bibliocausto”, por el que en España, como en la Alemania nazi, se quemaron públicamente cientos de toneladas de libros. Un “odio a la inteligencia” en el que ahora sabemos que incurrió, entre otros, Bartolomé Aragón.

Sí, el mismo Bartolomé Aragón que fue el único testigo de la muerte de Unamuno… Un personaje clave y al que la versión oficial de los hechos de esa Nochevieja de luto dibujó como “un joven estudiante falangista amigo de Unamuno que le visitaba habitualmente en su casa”. Tras acudir a su casa “una vez más para charlar con él”, vio cómo, “de pronto, Unamuno se quedó callado y, con los ojos cerrados, torció la cabeza”. De hecho, se dio cuenta de que, efectivamente, estaba muerto tras comprobar que “olía a quemado al chamuscarse su zapatilla con la estufa y no decir él nada”. Finalmente, sentenció que sus últimas palabras fueron estas: “España se salvará porque tiene que salvarse”.

Frente a este relato, inalterado durante ocho décadas, Menchón expone datos: Aragón, jefe de Propaganda de la Falange en Huelva al inicio de la guerra, no conocía a Unamuno y, de hecho, esa era la primera vez que le veía. Llegó a las cuatro y media de la tarde y, dos horas después, Unamuno había muerto. El médico que lo corroboró (en pleno proceso de depuración política) hizo constar en su informe una hemorragia bulbar, dolencia que exigiría una autopsia (no se hizo) por ser sospechosa de ser causada por la mano del hombre. El único testigo que firmó en el acta de defunción no fue Aragón, sino un desconocido. La hora de la muerte se cambió varias veces hasta fijarse a las cuatro de la tarde, antes de la llegada del verdadero testigo.

Nada trascendió. Al contrario, se impuso el relato de Millán Astray, quien controlaba Propaganda e hizo enterrar a Unamuno como un falangista solo dos meses y medio después del incidente en el Paraninfo de Salamanca que ambos protagonizaron y en el que, ahora lo sabemos, Don Miguel pudo entregarse en ofrenda. “Antes la verdad que la paz”, fue una de sus premisas. Fue fiel a ella hasta el final.

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