Hace más de cuarenta años, quien más tarde llegara a ser nuestro papa, Benedicto XVI, vaticinaba que la Iglesia se convertiría en una “comunidad voluntaria, a la que sólo se llega por una decisión libre”. Añadía todavía algo más: “Como comunidad pequeña, habrá de necesitar la iniciativa de sus miembros particulares de modo mucho más acentuado”. Hoy parece que todo miembro de la Iglesia está llamado a ejercer su compromiso. Pero, sin duda, el cristianismo se hace entender, en gran medida, a través del testimonio y la presencia del laicado inserto en nuestra sociedad más descreída y carente de esperanza. No es casualidad que se hayan aumentado los esfuerzos por actualizar el lugar que los laicos deben ocupar en la Iglesia. A todos nos merece la pena. Y la experiencia nos dice que en este caminar conjunto suele producirse un reencuentro que espabila las conciencias a favor de un mismo compromiso eclesial. Mientras la Iglesia solo pueda expresarse de manera autorizada por su jerarquía, el acompañamiento en muchas iniciativas y propuestas sociales seguirá mostrándose deficitario. No es destacando unos sobre otros como comunicamos la bondad de nuestro Dios. La participación de otros grupos de creyentes debería formar parte también de una Iglesia más poliédrica, más variada, y más fiel a lo que es en su propio interior.

La forma en que nos presentemos pasará a ser captada como argumento a favor o en contra de la esperanza que decimos albergar. Por ello, y en primer lugar, en aras de hermosear la Iglesia y hacerla más creíble en una sociedad que busca gestos más que palabras, urge cultivar la confianza recíproca. Una relación basada en la cooperación mutua ha de contar con ella como premisa básica para poder funcionar. Solo a partir de la confianza podremos revisar y actualizar los lugares concretos de la misión, y hacerla verdaderamente compartida.

Quizá el Espíritu quiera llevarnos a replantear la presencia y los modos de presencia pública de los cristianos. Puede que lo fundamental no sea el número de personas que se convoquen, ni el ruido que se haga, sino el seguimiento de Jesús, que es el único del que podemos fiarnos para obtener respuestas del cómo y el a dónde vamos, más aún que por los frutos.